No hay piedra que no diga algo. Ningún muro, por anodino que parezca, es inocente. El que separa —o más bien aísla— Las Fuentes del resto de Zaragoza no es solo una tapia de ladrillos y barro: es una cicatriz urbana que grita en silencio el abandono institucional.
Durante años se prometió una orla verde, un corredor amable, la integración real de la zona este. Pero las promesas quedaron varadas entre papeles, titulares y olvidos. Mientras tanto, la tapia sigue ahí. Testigo inmóvil del paso del tiempo, del polvo, de la desidia. Un símbolo al que se le ha permitido crecer entre excusas y desinterés.
Pero lo más doloroso no es su materialidad. Lo verdaderamente grave es lo que representa:
→ Un urbanismo dibujado desde la distancia.
→ Una política que escucha poco y actúa menos.
→ Una ciudad que aún no ha entendido que los márgenes también son el corazón.
En Las Fuentes lo sabemos bien: a los barrios no se los lleva el viento… se los deja caer.
Este muro no separa, borra. Borra la posibilidad de imaginar un barrio conectado, habitable, digno. Y mientras su sombra se alarga, las palabras de regeneración, sostenibilidad y equidad se deshacen en la contradicción.
No pedimos milagros. Pedimos justicia urbana.
Que el muro se transforme. Que se convierta en tránsito, en plaza, en espacio vivo.
Que el urbanismo se piense con los pies en la tierra y el oído en el vecindario.
Porque cada muro que se derriba es una puerta al futuro.
Y en Las Fuentes hace tiempo que debería haberse abierto.

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