Hay imágenes que se graban para siempre. Una sirena, un camión rojo cruzando una calle todavía en construcción, una atracción de autos de choque como fondo. Y un amigo, recién llegado de Extremadura, que echa a correr detrás del camión convencido de que se quema su casa. Fue allí, en el barrio de Las Fuentes, frente al bar Javier y el estanco, donde tuve mi primer contacto con los bomberos de Zaragoza. Una imagen inocente, tierna. Pero no la única. Ni la más intensa.
Con el paso del tiempo, otras escenas marcaron mi memoria. Como el terrible incendio de la tapicería Bonafonte, cuando tenía 14 años y bajábamos del autobús del Instituto Goya. Recuerdo la humareda, la persiana arrancada, el boquete, el silencio, la angustia de las familias. Y la desaparición de aquel muchacho que jugaba al fútbol en el Valdefierro. Nunca se me ha borrado su rostro. Nunca se me borrará esa mañana.
He tenido el honor de acompañar a este gran cuerpo durante muchos años. Representándolos como concejal delegado. Aprendiendo con ellos. Viviéndolo desde dentro. Y si algo puedo decir con rotundidad es esto: los bomberos no son un grupo de trabajo, son una unidad humana indestructible.
Cada uno tiene su carácter, sus diferencias. Como todos. Pero cuando suena la alerta y se colocan el uniforme, desaparecen los matices. Ahí no hay divisiones. Hay un todo. Una sola voluntad. Un compromiso silencioso que se activa con el primer pitido, con el primer paso. Pocas veces he visto algo tan admirable como eso.
Uno de los momentos que más me marcó fue en un incendio industrial cerca de Utebo, muy próximo a la empresa Leciñena. Ardían materiales de perfumería, y desde lejos parecía una exhibición de fuegos artificiales por los aerosoles explotando. Recuerdo estar allí, en primera línea, como siempre que podía. Entre las mangueras, vi a un bombero incansable, incansable. Solo cuando se quitó el casco descubrí que era una mujer. Una de las pocas entonces. Y su fuerza, su temple, su respeto ganado a pulso, eran exactamente los mismos que el de cualquier compañero. No había diferencia. La igualdad se respiraba.
Y eso no se finge. Eso nace del respeto mutuo. Del compañerismo. De la admiración sincera. Se vive también en los encuentros informales, en las comidas del patrón, en los festejos, en el comedor del parque. Se nota en el ambiente. En la naturalidad con la que conviven. Y se nota sobre todo cuando toca salir a la calle, a lo difícil, a lo inesperado, a lo urgente. Siempre unidos. Siempre eficaces.
Su relación con la ciudadanía es ejemplar. Recuerdo durante la crecida del Ebro, en la zona de La Almozara, cuando una central eléctrica estuvo a punto de forzar la evacuación de varias viviendas. La calma, la cercanía, el diálogo, la confianza con los vecinos… fue una lección de cómo se gestiona una emergencia sin alarmar, sin dramatismo, pero con toda la profesionalidad. Por eso son queridos. Por eso son respetados. Porque nunca faltan.
Hoy muchos de aquellos grandes profesionales han pasado ya a la jubilación. Han sido reemplazados por jóvenes que, con ilusión, se incorporan a una historia colectiva. Y lo hacen bien. Porque los que estuvieron antes les enseñan. Porque hay transmisión. Porque hay vocación. Porque no se hereda un oficio, se hereda una manera de ser. Y ellos la entienden, la asumen, y la honran.
Mi mensaje para ellos es claro: seguid siendo lo que sois. El ejemplo que dais, la unidad que representáis, la ayuda que prestáis… todo eso construye ciudad. Y construye personas. Porque mientras el mundo gira en competencia, vosotros funcionáis en cooperación. En entrega. En silencio. En coraje.
Gracias por tanto.
Laureano Garin Lanaspa.

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