ANALISIS articulo Jesús Jiménez Sánchez

Hay años en los que no se puede hablar de descanso. Años en los que las vacaciones no llegan para todos. Porque hay lugares donde la infancia no duerme, no juega, no aprende. Lugares donde las escuelas no abren, donde los pupitres están bajo los escombros, donde los lápices son ahora palos para remover ruinas.

Este año, las llamadas “vacaciones en paz” suenan a ironía amarga. Porque en Palestina no hay paz. Y menos aún en Gaza, donde el mundo ha permitido —con su silencio, con su tibieza— una masacre sistemática contra la población civil, y especialmente contra los niños y niñas.

Nadie está justificando el terrorismo, ni el horror que desató esta cadena de violencia. Pero tampoco se puede aceptar que la respuesta sea un castigo colectivo sin medida, sin límites, sin humanidad. Porque eso —nos duela o no— tiene nombre: genocidio.

La infancia palestina ha sido expulsada de su derecho a vivir. Miles de criaturas han muerto bajo las bombas. Otras han perdido a sus familias, a sus escuelas, a sus sueños. Y las que sobreviven lo hacen con el cuerpo herido y el alma rota. Una niña, Haneen, lo decía frente a una cámara: “No queda nadie. Estoy sola. No sé por qué pasó esto.”

¿Qué mundo es este que permite que una niña diga eso, sin que tiemble el sistema internacional?

La escuela no es solo un edificio. Es refugio, es futuro, es humanidad. Cuando bombardeas una escuela, no solo destruyes paredes: destruyes el porvenir de todo un pueblo. Y lo que se ha hecho en Gaza —como bien denunció el Consejo Escolar del Estado— es también un crimen contra la educación. Un atentado contra la memoria, contra la cultura, contra el derecho a aprender, a crecer, a ser.

En medio de este horror, hay que decirlo sin matices: no se puede mirar hacia otro lado. No se puede relativizar la masacre, ni esconderla bajo retóricas diplomáticas. No se puede hablar de equilibrios cuando los cuerpos de los niños superan los márgenes del lenguaje. No se puede callar cuando todo un pueblo ha sido arrojado a la ceniza.

Como educadores, como ciudadanos, como personas, tenemos la obligación de nombrar lo que ocurre. Y más aún cuando ocurre contra quienes deberían estar dibujando, riendo, aprendiendo a pedalear en bicicleta, no huyendo entre bombas.

Este verano, recordamos que las vacaciones en paz no existen cuando hay infancia masacrada en nombre de la impunidad.

Y si no somos capaces de levantar la voz por ellos… entonces no merecemos llamarnos humanos.