Hay heridas tan profundas que no caben en un expediente judicial. Dolor tan brutal que ni las sentencias más duras reparan. Y hay verdades tan incómodas que solo el arte —a veces— se atreve a pronunciarlas sin miedo.

En el Festival de Viena, en plena iglesia de St. Elisabeth, se ha representado “El proceso Pelicot”, una obra basada en hechos reales. No es ficción. Es un testimonio. Es una mujer: Gisèle Pelicot, violada durante años por más de 50 hombres mientras su marido —Dominique— la drogaba, filmaba y ofrecía. Su historia es tan monstruosa como real. Y su decisión, tan desgarradora como heroica: romper el silencio, decir su nombre, reclamar justicia sin esconderse.

El montaje, dirigido por Milo Rau, es un acto de memoria cruda: siete horas de oratorio, de documentos judiciales, de voces que reconstruyen no solo lo que ocurrió, sino también cómo la sociedad —la justicia, los medios, la opinión pública— respondió. ¿Por qué una víctima debe demostrar que no consintió? ¿Por qué el estigma cae sobre quien sufrió y no sobre quien perpetró?

Cuando el teatro se convierte en justicia

Lo que se ha visto en Viena no es una obra de entretenimiento. Es un acto de denuncia. Es la cultura al servicio de la verdad. Porque el dolor no puede archivarse. Porque la vergüenza debe cambiar de bando.

Y porque aún hoy, incluso tras la condena de Dominique Pelicot, la historia de Gisèle sigue interpelándonos a todas y todos. Nos obliga a mirar el patriarcado en su forma más violenta. Nos pregunta qué hacemos como sociedad ante estas atrocidades. Y nos recuerda que no basta con condenar: hay que escuchar, acompañar, transformar.

En nuestro barrio, también hay silencios que duelen

Desde Las Fuentes, desde cualquier lugar donde las mujeres siguen siendo tratadas con sospecha cuando denuncian, este testimonio debería resonar. Porque también aquí hay puertas cerradas. También aquí hay miedo, vergüenza y soledad.

Lo que ha hecho Gisèle Pelicot —convertir su historia en motor de cambio— es un ejemplo que duele, pero que moviliza. Y lo que ha hecho Viena —ponerlo en escena, en el corazón de la cultura europea— es un gesto político y necesario.

Que no se hable solo del juicio. Que se hable del trauma, de la dignidad, del poder de la palabra.

No se trata de morbo ni de espectáculo. Se trata de memoria, de pedagogía social, de conciencia.

Y tal vez hoy, más que nunca, necesitamos recordar que una sociedad justa no es la que castiga mejor, sino la que escucha antes, protege siempre y transforma lo que duele.

Puede ser un garabato de una persona